Julio Soria realiza una excelente aproximación del papel de los científicos en el cómic en un artículo publicado en el número 27 de la revista Entrelíneas, de enero-marzo de 2013. En el artículo veréis la opinión de tres científicos con una dilatada experiencia en la divulgación de la historieta: Alberto García, Álvaro Pons y yo mismo (encantado de compartir el texto con dos amigos y encantado que Julio haya escogido este tema).
Os dejo aqui el link al pdf, aquí al texto del artículo y a continuación los jpg y el texto de Julio.
Sabios entre viñetas
Algunos de los científicos más famosos solo existieron en los tebeos, desde donde alentaron la curiosidad de millones de lectores
Julio Soria
Jamás optarán a un premio Nobel ni sentarán cátedra en universidades de prestigio. Sus inventos no llegarán a ver la luz del día y nadie, en su sano juicio, les prestaría un laboratorio para que llevaran a cabo sus experimentos. Es más, algunos merecerían residir entre las acolchadas paredes de un sanatorio mental o tras las rejas de una cárcel de máxima seguridad. Sin embargo, la historia habría sido mucho menos divertida sin su presencia. Despistados como Tornasol, catastróficos como Bacterio, geniales como Franz de Copenhague o malvados como Gargamel, los científicos han dejado una huella indeleble en las páginas del cómic.
Podrían realizarse miles de aproximaciones sobre la atracción que la ciencia provoca en el ser humano, pero lo más probable es que la respuesta fuera siempre la más sencilla: nos gusta todo aquello que escapa a nuestra comprensión. El común de las personas no entiende los entresijos de la teoría de cuerdas o el origen y efecto de los rayos gamma, pero quien más y quien menos se ha deleitado con ciertas novelas de Isaac Asimov, algunos discos de David Bowie y películas emblemáticas como Regreso al futuro, Gattaca o Metrópolis.
El tebeo, un producto más de la industria cultural desde mediados del siglo XIX, también se ha dejado seducir en múltiples ocasiones por asuntos de índole científica, y no son pocos los sabios que han gozado de un papel protagonista en las viñetas de medio mundo desde que el suizo Rodolphe Töpffer publicara Histoire de M. Cryptogame (1845) y Voyages et aventures du Docteur Festus (1846), seguidos años más tarde por La idea fija del sabio Cosinus (1893), del historietista francés Marie Louis Georges Colomb, Christophe, o la tira de prensa Inventions of professor Lucifer Gorgonzola Butts (1914), obra del estadounidense Rube Goldberg.
Inventos a la española. En marzo de 1923 tuvieron lugar dos grandes acontecimientos en la sociedad española de la época: por un lado, Albert Einstein, padre de la teoría de la relatividad, visitó las ciudades de Madrid, Barcelona y Zaragoza. Por otro, el día 26 de ese mismo mes se publicó la primera entrega de Los grandes inventos del TBO, cuyo dibujante original fue Joan Martínez Buendía, Tínez. La paternidad de la serie correspondió, sin embargo, al por entonces codirector de la revista, Joaquim Buigas, que tenía en mente la creación de un universo repleto de cachivaches más o menos increíbles e inspirados en la citada tira de Goldberg.
La historieta disfrutó de una calurosa acogida, pero su despegue definitivo no se produjo hasta 1933, cuando se decidió que los inventos contaran con la presentación de Franz de Copenhague, enigmático científico a quien el escritor Terenci Moix definió como “una de las escasas vocaciones europeístas que se permitieron en la España franquista”. Jordi Ojeda, experto en cómics y doctor en Ingeniería Industrial por la Universidad Politécnica de Cataluña, recuerda que el personaje pasó por diferentes autores, caso del perito mecánico Joan Macías, Nit, hasta que “en la década de los sesenta llegó a las manos de Ramón Sabatés, que además de dibujante era ingeniero técnico e inventor”. Entre útiles descabellados, como una bicicleta para hacer las tareas domésticas o un taladro que se activa por el movimiento de un cocodrilo hambriento, Sabatés plasmó en el TBO dos inventos que saltaron de las viñetas a las estanterías: una máquina de cortar puros y un dispensador automático de postales.
El desarrollo científico apenas contaba para los mandatarios del régimen, pero, aun así, en las décadas de los cuarenta, los cincuenta y los sesenta se crearon organismos como el Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial o la Junta de Energía Nuclear, que en 1965 impulsó la construcción de la central nuclear José Cabrera (Almonacid de Zorita, Guadalajara), en la que se ubicaría el primer reactor para producir energía eléctrica. Entró en funcionamiento en 1968 y un año más tarde, curiosamente, Francisco Ibáñez publicó la primera aventura larga de Mortadelo y Filemón, El sulfato atómico, que incluía la aparición estelar del profesor Bacterio. “Es un creador de ingenios que no solo no funcionan, sino que provocan las escenas más humorísticas de la serie, convirtiéndose en motivo de chufla por parte de los personajes principales”, señala el crítico e historiador de tebeos Antoni Guiral.
El sulfato atómico era un producto que, en teoría, debía eliminar las plagas del campo, pero que en la práctica tiene justo el efecto contrario: agranda a los animales hasta tamaños inconcebibles, de manera que un caracol puede crecer hasta alcanzar las dimensiones de una furgoneta. Pero la cosa no termina aquí, ya que Bacterio es el inventor de un crecepelo infalible y cuya acción provocó que Mortadelo luciera su hermosa calva, iniciando unas hostilidades entre ambos personajes que han perdurado hasta la actualidad.
Y cómo olvidar la máquina del cambiazo, que teletransporta a la gente sin pedir permiso, o la elasticina, ese gas que vuelve elástico a todo bicho viviente. Es cierto que su efectividad como inventor admite discusiones, pero el sabio de la T.I.A. (Técnicos de Investigación Aeroterráquea) ha demostrado que muy pocos se encuentran a su altura cuando se trata de despertar la risa de los lectores.
Auguste Piccard, el modelo para un genio despistado. El tebeo franco-belga, también conocido como bande dessinée, disfruta de una amplia variedad de temáticas entre las que, por supuesto, no han faltado numerosas referencias al ámbito científico. “Cada país ha representado a sus sabios de una manera diferente. En Europa esa cultura viene dada por el folletín decimonónico, donde el científico tenía una imagen más despistada y cuyo ejemplo más claro puede ser el profesor Tornasol”, detalla Álvaro Pons, crítico de cómics, doctor en Física y profesor titular del Departamento de Óptica de la Universidad de Valencia.
Para crear a Tornasol, uno de los inseparables compañeros de Tintín, Georges Remi, Hergé, se basó en su buen amigo Auguste Piccard, inventor y explorador suizo que hoy en día es recordado por dos grandes hazañas: su ascenso a la estratosfera en 1931, valiéndose de una cápsula presurizada atada a un globo, y la invención de un batiscafo con el que, en 1953, se sumergió en el mar hasta una profundidad de 3.150 metros. Su carácter inquieto quedó plasmado en Silvestre Tornasol, un científico genial que tan pronto se saca de la manga una máquina para cepillar ropa como un televisor a color que solo tiene una pega: provoca desprendimientos de retina.
Pero Hergé también demostró sus conocimientos científicos en varios de los inventos creados por su personaje. Tales son los casos del submarino unipersonal que aparece en El tesoro de Rackham el Rojo, los patines motorizados de Stock de coque o la tecnología del cohete que los protagonistas emplean en Objetivo: la Luna, un tebeo que se publicó en 1953, tres años antes de que el Sputnik 1 soviético fuera lanzado al espacio y con dieciséis de adelanto sobre el primer alunizaje tripulado, el del Apolo 11 en julio de 1969.
Por su parte, René Goscinny y Albert Uderzo también se encargaron de dar vida a un científico irreemplazable en la historia del noveno arte. “Panoramix era un hombre culto y adelantado a su época, capaz de curar enfermedades y, al mismo tiempo, generador de los primeros superhéroes, porque eso es lo que son Astérix y Obélix”, afirma Jordi Ojeda sobre el autor de esa poción mágica que tantos disgustos ha causado a Julio César. Y si el druida galo encarnaba la visión amable de la protociencia, su contrapunto en las viñetas bien podría ser Gargamel, el pérfido alquimista que soñaba con merendarse a los pitufos, simpáticas criaturas azules engendradas por el bruselense Pierre Culliford, más conocido como Peyo.
La futura convivencia entre robots y seres humanos. El tebeo japonés (o manga, según su denominación en el país asiático) se ha planteado desde hace décadas la relación que personas y cíborgs podrían mantener en un futuro no muy lejano.
“Los robots empiezan a utilizarse en el siglo XIX para la representación de obras de teatro, constituyendo la base del encantamiento que tiene el pueblo de Japón por estas máquinas, lo cual se ha transmitido en multitud de mangas”, sostiene Ojeda, que cita como ejemplo a Osamu Tezuka, médico de formación y uno de los más grandes talentos de la historieta nipona del siglo XX.
Entre otros títulos, el catálogo de Tezuka incluye a Astroboy (1952), un robot con cuerpo de niño y sentimientos humanos que, además de poseer cohetes en brazos y piernas, dispone de visión de rayos X. Su inventor fue el profesor Tenma, que enloqueció tras la muerte de su hijo en un accidente de tráfico y que, a fin de ahogar el dolor, concibió un androide a su imagen y semejanza.
Pero si el juego va de máquinas fabulosas, muchos soltarán una lágrima de nostalgia con Mazinger Z, el colosal robot creado por Go Nagai. En las páginas del tebeo, cuyo primer número fue publicado en septiembre de 1972, el profesor Juzo Kabuto recurre a los últimos avances tecnológicos para dar vida a su ingenio, un arma de 18 metros de altura ideada para desbaratar los planes del doctor Infierno, brillante científico alemán que quiere dominar el mundo.
La ciencia en el cómic estadounidense: teorías. Llegados a este punto no queda más remedio que zambullirse en el cómic norteamericano, máximo exponente de la relación entre ciencia y viñetas. Sin embargo, las teorías difieren a la hora de analizar la evolución histórica de este romance. “El discurso viene dado por el Gobierno de los Estados Unidos, que a finales de la década de los cincuenta, en plena guerra fría, propone a las editoriales que introduzcan motivos científicos en las aventuras para fomentar esta clase de vocaciones en los niños y, así, poder competir con la Unión Soviética”, defiende Jordi Ojeda, director del proyecto divulgativo Cómic, Ciencia y Tecnología, que cita a Stan Lee como gran responsable en el cambio de paradigma: “Introdujo una innovación radical en el primer número de Los 4 Fantásticos (noviembre de 1961): el líder es Reed Richards, que no era el más fuerte o el más guapo, sino el científico. A partir de ese momento se encadenan una serie de personajes que tienen una relación muy importante con la ciencia, como Hulk —cuyo protagonista es Bruce Banner, un físico nuclear— o Iron Man —un ingeniero capaz de construir su propia armadura—. En La Patrulla X, el bueno es el profesor Xavier, doctor en Psicología, mientras que el malo es Magneto. A su vez, Spiderman es un químico que, entre sus primeros enemigos, tiene a personajes como Electro”.
En cambio, Álvaro Pons critica unos planteamientos festivos y alejados de toda perspectiva realista: “La posible evolución adulta del cómic se cercenó con la aparición del Comics Code, un sistema censor promulgado en 1954 y que derivó en contenidos muy infantiles. Superman, por ejemplo, se enfrenta con personajes delirantes y que, si bien nacen de la ciencia, resultan muy pueriles. Si pensamos en el Flash Gordon de Dan Barry, que data de comienzos de los cincuenta, observamos que tenía una ciencia mucho más avanzada. El cómic podría haber tenido una evolución muy distinta de no haber sufrido la censura durante quince años”.
Y pasado el tiempo, ¿ha habido autores cuya aproximación científica estuviera más apegada a la realidad? “Tenemos a guionistas como Alan Moore o Grant Morrison, que intentan explicar la ciencia de un modo más serio, recurriendo en ocasiones a la teoría de cuerdas o a la física cuántica para explicar fenómenos que suceden en el mundo real y en el mundo de fantasía. Es el caso del doctor Manhattan, uno de los personajes de Watchmen, que adquirió sus poderes mientras hacía un experimento que salió mal”, concluye Alberto García, fundador de la editorial Entrecómics Cómics y doctor en Biología Molecular por la Universidad Autónoma de Madrid.
Los científicos de verdad y su reflejo en las viñetas
Ya hemos visto el modo en que el cómic ha representado a los hombres de ciencia, pero ¿qué opinión tienen los científicos acerca de la forma en que el tebeo los ha caracterizado? “En general es una visión muy naíf. Casi siempre que se habla de ciencia es en el contexto de la ciencia ficción y desde un punto de vista muy especulativo. Además, a menudo se repite el hecho de que el científico representa el miedo a la ciencia, a la creación de armas o dispositivos éticamente reprobables”, critica Alberto García, doctor en Biología Molecular por la Universidad Autónoma de Madrid.
Menos beligerante se muestra Álvaro Pons, doctor en Física y profesor titular del Departamento de Óptica de la Universidad de Valencia, para quien todo responde a una mera cuestión cultural: “No son más que tópicos retroalimentados. Al final, el imaginario popular genera unos cánones de representación de los que es muy difícil escapar. Casi todas las profesiones están identificadas canónicamente en la cultura popular y los autores no son inmunes a esas representaciones tan incrustadas en nuestro código genético”.
Finalmente, Jordi Ojeda, doctor en Ingeniería Industrial por la Universidad Politécnica de Cataluña, lamenta el carácter, en general accesorio, que la figura del científico ha tenido en el cómic a lo largo de la historia: “Es un tema de falta de imaginación. Si el protagonista es James Bond y lo quieres equipar con tecnología punta, el científico se convierte en un secundario y, además, muy estereotipado. El ingeniero rara vez es el personaje principal, y eso siempre me ha molestado un poco”.
Del laboratorio a los tebeos
No son pocos los ejemplos que atestiguan el tránsito de la vida científica real a las páginas del cómic. Ahí están los belgas Philippe Liégeois y Bob de Groot, creadores de Leonardo, una versión humorística del genio italiano que, a lo largo de más de treinta álbumes, ha inventado multitud de máquinas rocambolescas, siempre con dudosos resultados.
Tampoco se puede omitir a Jean Pierre Petit, exdirector del Centro Nacional para la Investigación Científica (CNRS, en sus siglas en francés), que en el 2005 creó la asociación Saber Sin Fronteras, a través de la cual distribuye de forma libre y gratuita Les Aventures d'Anselme Lanturlu, una serie de historietas científicas que explican el origen del universo, los conceptos básicos de la aerodinámica o la forma en que nacen los agujeros negros.
Finalmente, Apostolos Doxiadis y Christos Papadimitriou publicaron en el 2009 Logicomix. Una búsqueda épica de la verdad, novela gráfica que rinde homenaje a figuras de las matemáticas como Gottlob Frege, Henri Poincaré y, sobre todo, Bertrand Russell, cuya vida se convierte en hilo conductor de la trama. “No es una biografía al uso, porque introduce personajes que no coincidieron en el mismo tiempo pero cuya presencia, de alguna manera, permite redondear la historia. Se aprecia un trabajo serio de documentación para explicar las teorías de Russell y exponerlas al público de una manera fiel”, asegura Alberto García, fundador de la editorial Entrecómics Cómics y doctor en Biología Molecular por la Universidad Autónoma de Madrid.
Julio Soria es periodista especializado en cómics.
domingo, 10 de marzo de 2013
Entrevista en el artículo "Científicos y cómics"
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